En lo que se refiere a El otro amor (The other love,
André De Toth, 1947), esta última me parece la referencia primordial. No sólo transcurre en un sanatorio para enfermos pulmonares ubicado en los Alpes, sino que, como en la novela de Mann, el tedio, la rutina, el termómetro bajo la lengua y la chaise longue rivalizan
en importancia con el propio protagonista (en este caso, Barbara Stanwyck). El
tiempo y el tempo de la vida se
convierten en lo primordial, ya que en la repetición de los actos cotidianos
hay una especie de conjuro, en parte médico y en parte supersticioso, con el
que intentamos burlar a la muerte.
Por eso, la peli empieza pareciendo un
melodrama amoroso para, poco a poco, ir acercándose interesantemente al cine de
suspense e incluso al de terror y regresar de nuevo al punto de partida. La
protagonista, una pianista de renombre internacional, llega a un sanatorio
suizo aquejada de una enfermedad pulmonar grave. Su médico allí será David
Niven, que la distingue con atenciones que hacen presagiar un enamoramiento inminente.
Por difícil que parezca de creer, a Barbara le hace tilín el señor (¿será la escasez de oxígeno?). Difícil encontrar menos química:
¿Niven intentando parecer verraco?
El sanatorio es como David Niven: aseado,
pulcro, aséptico, rutinario y, en definitiva, enigmático en la medida en que
puede llegar a serlo el aburrimiento. Sin embargo, también es siniestro en su
promiscuidad permanente con la muerte, a la que se procura hacer invisible con
metáforas tan sutiles como: “La sra. X se ha
ido esta mañana”. Sí, claro. Con el abuelito y aquel pececillo de colores.
El caso es que llega un punto de la película
en que las prohibiciones a las que somete el doctor a la pobre Barbara hacen
sospechar que se trata de una especie de celoso compulsivo que aprovecha su posición
de poder para aislar a su objeto de deseo de todo lo que pueda rivalizar con
él: el piano, el tabaco, las fiestas.
20 años más a cada uno y os haréis una idea de a qué me refiero.
Barbara se agobia, y nosotros con ella. Justo
para entonces aparece un tenorio algo chulopiscinas que se dedica al
automovilismo y que frecuenta Montecarlo (hola, metáfora de modernidad y desfase hortera). Desconoce la enfermedad de ella, y
eso le brinda a la protagonista la oportunidad de olvidarse de todo y jugar al carpe diem con vestidos caros, alcohol y casinos. ¿No se
parece esto a La traviata? Bueno, o a
La dama de las camelias, pero yo
prefiero la ópera. La cortesana que trata de olvidar en brazos del lujo y el
frenesí la angustia por la proximidad de la muerte, las flores como símbolo de
la fugacidad de la belleza y la vida (camelias para Dumas, gardenias blancas
para De Toth). Por cierto, me encanta esta versión de La traviata de Willy Decker, con la presencia obsesiva del reloj en
medio del escenario:
Al final, por supuesto, triunfa el amor pausado
y doméstico de Niven. ¿Qué esperabais? Estamos en 1947, así que sólo cabrían
dos posibilidades:
a) Muerte de Barbara en medio del lujo sin sentido. Este final condena la
pelandusquez.
b) Barbara sobrevive junto al médico, que le pone cataplasmas y bolsas
calientes.
Incluso pensándolo, resulta difícil saber cuál de
los dos es el final feliz.
Para terminar, destaco una escena que me
parece magnífica. Es el punto de inflexión de la película: la protagonista descubre
que su amiga del sanatorio, a quien habían dado permiso para marcharse, se ha,
ejem, ido. Terrorífica la fotografía
y la iluminación, que muestra el rostro espantado de Barbara, sobre el que se
refleja el cierre de las puertas del ascensor que se lleva el cadáver de su compañera:
Y una posdata sobre tísicos. Siempre me ha encantado este cuento de Clarín. ¿Se puede escribir algo más melancólico y hermoso, sin caer en la cursilería?
El otro amor (The other love). 1947. André De Toth (dir.). Barbara Stanwyck, David Niven, Richard Conte (actores).
Me gustan las pelis que
proceden de obras de teatro. Hay críticos que se obsesionan con la necesidad de
adaptar el texto original al medio cinematográfico, y parecen cronometrar los
minutos que los personajes pasan simplemente hablando, sin cambiar de
escenario. Dicen que el cine es imagen y no palabra, y que el exceso de verborrea
lastra una película. Aun reconociendo que hay casos de todo tipo, la monomanía
con la que se diseccionan las cintas de origen teatral me hace imaginarme
a estos críticos como contables que consideran imprescindible alcanzar un
mínimo aceptable de localizaciones por hora, como si con ello fueran a decidir
si tu nómina da para crédito o no. Para cumplir con la tasa de minutos
estimada, lo directores suelen recurrir a -no es broma- “airear”, concepto
consistente en -valga como ejemplo- trasladar una escena teatral que sucede en
la cocina a una pradera bajo el cielo azul. En lugar de dejar que los
personajes se expresen hablando acerca
del conflicto sobre la maternidad y las ansias de libertad frustradas que les atormentan –es, de nuevo, un ejemplo-, el guionista presentará a la muchacha
ordeñando una vaca con una mano mientras con la otra toca una guitarra, inéditas
y sutiles metáforas visuales del trance en cuestión. Personalmente, lo de “airear”
me recuerda a algo a caballo entre la ventosidad y la indiscreción, y, en
cualquier caso, lo considero casi siempre innecesario. El origen teatral no
garantiza el éxito de la adaptación, claro, pero me inclino a pensar que los
guiones inspirados en textos dramáticos han dado lugar a excelentes películas
en su mayor parte; al menos, a muchas de mis preferidas. Son idóneas para crear
ambientes patológicos y claustrofóbicos, como en La huella (Sleuth, Mankiewicz, 1972) o
Sola en la oscuridad (Wait until dark, Young, 1967); de penetración
psicológica, como en Luz que agoniza (Gaslight, Cukor, 1944) o La soga (The rope, Hitchcock, 1948); de enredo, como Historias de Filadelfia (The Philadelphia story, Cukor, 1940); por no hablar
de todas las adaptaciones de Tennessee Williams (mi preferida, tal vez, De repente, el último verano, - Suddenly, last summer, Mankiewicz, 1959-), o de
Shakespeare.
La muerte de vacaciones (Death
takes a holiday, Mitchell Leisen, 1934) procede de una obra de teatro y,
sí, ¿qué pasa?, se nota; lejos de parecerme un defecto, lo considero un
importante acierto.
Los personajesse
encuentran atrapados en una espléndida villa italiana (¿no recuerda eso un poco
a El ángel exterminador? ¿O al Decamerón?) mientras la Muerte ha
decidido permanecer entre ellos disfrazada de príncipe por tres días para
entender el sentido de la vida. La reclusión transcurre entre
desayunos-buffet en la terraza, bailes
de gala a la luz de la luna (ahí tenemos el “aireamiento”) y apuestas en la
ruleta; así cualquiera entiende el sentido de la vida. Sin embargo, la impresión es morbosa: nos sentimos como si los personajes
hubieran sido encerrados en cuarentena y la muerte los rondara (nunca más literalmente
que aquí). Ese secuestro al que se ven sometidos no podría reflejarse mejor que
con la omnipresencia del espacio de la villa y sus estatuas decadentes como
metáfora de la pequeñez de los seres humanos y la indiferencia del tiempo. La restricción
espacial juega aquí a favor de la trama (sonríe, Aristóteles).
Otro punto que dota de encanto
especial a la película es su sabor a cine mudo, aun siendo sonora. La carita de
papos años treinta de Evelyn Venable, los movimientos lánguidos y en ocasiones
teatrales, el maquillaje que enfatiza los ojos, la voz con la que no se sabe
muy bien qué hacer aún. No se llega a esto, claro:
... pero esa sutil desubicación de la
película la cubre de una pátina que parece reafirmar la extrañeza de la Muerte en
el mundo de los vivos, así como la de los vivos ante las extravagancias de su
invitado.
Como veis, todo me parecen
aciertos… y no es el menor de ellos que el argumento se pueda relacionar con
una ópera. La idea de la mujer que mediante su fidelidad eterna y pureza redime
a un protagonista patibulario, o, como mínimo, siniestro, está en la base de
una de mis óperas preferidas, El holandés
errante(Der fliegende Holländer, Wagner, 1843). El personaje de Venable, Grazia, y
la del libreto alemán, Senta, son prácticamente idénticas: tienen un enamorado que no les hace del todo
tilín al que están a punto de darle un sí apático cuando aparece un joven apuesto pero terrorífico (nadie es perfecto) que colma
sus expectativas románticas, hasta el punto de entregarles su vida como
sacrificio.
En definitiva, ambas son novias de la muerte. Aquí tenemos la versión hispánica:
.
Para terminar, la habitual nota
frívola. ¿No se parece la Muerte al Capitán Von Trapp? Juzguen ustedes mismos:
La muerte de vacaciones (Death takes a holiday). 1934. Mitchell Leisen (dir.). Frederic March, Evelyn Venable, Guy Standing, Katharine Alexander, Gail Patrick, Helen Westley, Kathleen Howard (actores).
África, años 40. Esmoquin blanco,
una justicia que tiene sus propias (y brutales, injustas) normas, tabaco. Una
mujer entre dos hombres. Venga, más fácil: salen Claude Rains y Peter Lorre en
los papeles, respectivamente, de cínico, y arribista grimosillo… ¿Alguien apuesta por Casablanca? Pues no; es Soga de arena (Rope of Sand, 1949, Dieterle), pero ¿a que se parece?
No soy la
primera que lo dice, claro; así que, mejor, hablemos de algunas diferencias por
las que la peli de Dieterle no debe considerarse como una simple imitación del
clásico de Curtiz.
Podríamos decir que Rains es aquí
homosexual, mientras que en Casablanca
interpretaba el papel de mujeriego (bueno, para Gregorio Marañón no existe mucha diferencia entre ambas cosas); o comentar que Lorre se sale esta vez con
la suya, frente a los balazos con que le obsequian vía Curtiz.
Pero me apetece más hablar de la fecha. Casablanca
se rueda en plena Segunda Guerra Mundial (1942), y sus protagonistas masculinos
son un romántico reconvertido en cínico (Bogart) y un romántico sin más (Paul
Henreid). Uno se sirve a sí mismo, mientras el otro se sacrifica por el bien
común. La chica, que ama al primero pero se debe al segundo, elige desde el
corazón, pero todo se frustra por un sacrificio en el que se encierra (Marsellesa mediante), tanto el
mensaje propagandístico, como el giro final que ha convertido en mítica
la cinta. Desde ese punto de vista, por mucho whisky que pimple Humphrey, Casablanca resulta infinitamente más inocente
que la mayoría de las películas de cine negro de la década de los 40 y, por
supuesto, de la de los 30.
Soga de arena, en cambio, está rodada en la posguerra, y se nota.
Primero, por la falta de idealismo de casi todos los personajes. Pensemos en Burt
Lancaster, quien regresa a Sudáfrica con la muy noble intención de: a) Vengarse; y b) Robar diamantes (Bárcenas, no inventaste nada nuevo). Al final
consigue a y b y además se queda con la chica. Triunfo absolutamente individual
e individualista, lejos de las empresas colectivas en cuyos altares inmolan los
héroes de Casablanca su felicidad.
El
fantasma de la guerra pulula por toda la película, por cierto, y parece como si
fuera el cansancio de esos sacrificios lo que lleva a los personajes a mirar
por sí mismos exclusivamente. Para que nos entendamos: son Bogart si Ingrid no
hubiera regresado. Abundan las referencias al pasado bélico y cómo ha
transformado a las personas: Corinne Calvet lo dice literalmente, y Lancaster
recuerda haber estado años durmiendo con un arma en el frente. Hay, sin
embargo, una escena bastante explícita en este sentido: la que comprende los
preliminares a lo que se supone que habría desembocado en la violación del
personaje de Corinne Calvet por parte del de Paul Henreid (por cierto, ¿qué le
pasó a este hombre entre 1942 y 1949? Trágica bajada de sex appeal).
ANTES
DESPUÉS. "¿Oiga? ¿Es el enemigo?"
Él es alemán, y, por tanto, el malo (hay cosas que no
cambian). Alardea delante de su conquista francesa de haber conseguido cierta
antigüedad en forma de jarrón aprovechando los años de Vichy, lo que,
automáticamente, ocasiona la repulsión de la, hasta entonces, bastante
complacida y complaciente pelandusca; a continuación llega el subsiguiente
forcejeo para robar un beso metonímico. Y ya que hablamos de Corinne
Calvet: en cada escena se me asemeja a una actriz diferente, pero sin dejar de parecerme
pura imitación todo el tiempo. Galería:
Con cara de asco, copyright by Jane Russell
Queriendo ser Rita cuando Rita es Gilda
A lo Marlene en Encubridora (Rancho Notorious, Lang, 1952)
A lo Lauren “The Look” Bacall
Ciertamente, la película habría
ganado bastante con alguna otra actriz (¿Gloria Grahame?), pero con eso y todo,
para mí saca el sobresaliente. Por cierto, que de Dieterle ya hemos visto unas
cuantas, y esta se lleva, por ahora, la palma, aunque también nos gustó mucho Jennie (Portrait ofJennie, 1949).
Otro paralelo (más personal): Soga de arena me recuerda mucho a la
primera parte de El salario del miedo (Le salaire de la peur, Clouzot, 1953).
Petróleo o diamantes, África o Sudamérica, qué más da. Qué peligro tienen las grandes corporaciones cuando se hacen con el poder y qué cosas
pueden hacerse por dinero.
¿Habría visto Clouzot la de Dieterle?
Soga de Arena (Rope of sand). 1949. William Dieterle (dir.). Burt Lacanster, Corinne Calvet, Paul Henreid, Claude Rains, Peter Lorre (actores).
Cuando llueve a mares y durante
semanas, como últimamente, cada uno se plantea su estrategia para sobrevivir.
Para mí, existen dos pertrechos dignos ante semejante corte de mangas
atmosférico: comida que le hace la higa a la dieta mediterránea y películas de
Judy Garland. Bueno, en realidad hay una tercer pertrecho digno, pero no
queremos entrar en detalles y vernos obligados a preguntar a los lectores si
son mayores de 18 para que puedan entrar en el blog. ¿Veis? A pesar de todo, el
ánimo no ha decaído del todo: he dicho “preguntar a los lectores (..) para que puedan entrar
en el blog” en un tono tan convincente que casi os ha hecho creer que yo
pienso que tales lectores existen. Jajaja. Bien. Volvamos a Judy, que, en
realidad, también tiene algo que ver en ese acceso de optimismo.
Hasta hace poco menos de un año,
la única peli de la Garland que había visto era, como la mayor parte de la
gente, El mago de Oz (The wizard of Oz, Fleming, 1939), y me
encantaba, por supuesto. Uno de esos azares de la vida hizo que recibiera como
regalo un cofre enorme con parte de la filmografía de la actriz, así que, poco
a poco, fueron cayendo una tras otra Cita
en St. Louis (Meet me in St. Louis,
Minnelli, 1944), El pirata (The pirate, Minnelli, 1948), Desfile de Pascua (Easter Parade, Walters, 1948), Las
chicas de Harvey (The Harvey girls,
Sidney, 1946), Por mí y por mi chica (For me and my gal, Berkeley, 1942), Los hijos de la farándula (Babes in arms,Berkeley,1939), Chicos en Broadway (Babes on Broadway, Berkeley, 1941) y Ha nacido una estrella (A
star is born, Cuckor, 1954). Para entonces, y a pesar de Mickey Rooney, ya era
una adicta completa, aunque aún no había secuestrado una farmacia para hacerme
con anfetaminas. Problema: aparte de los anteriormente citados y alguno que
otro más (gracias a esa estupenda nueva
colección llamada Cine Club), en
España no se encuentran editados en dvd los demás títulos de su filmografía.
Será porque somos más de secano y la gente no necesita pertrecharse tantas
veces contra la lluvia (o tal vez es que se recurre preferentemente al tercer
pertrecho; hay gente para todo).
Esta tarde, Amazon mediante,
hemos visto Love finds Andy Hardy (Seitz,
1938) y, a raíz de eso, se me ha ocurrido compartir algunos de los momentos que
más me gustan de Judy. Por orden cronológico, y saltándome El mago de Oz y Cita en St.
Louis -por ser las más famosas- y El
reloj (Minnelli, 1945) -por merecer tamaña obra maestra post aparte-, aquí
van:
Nadie sabe que Judy existe
Ese sentimiento lleno de
autocompasión que caracteriza la adolescencia fue encarnado por Judy durante casi
un lustro. La encontramos película tras película en el papel de niñas llamadas
Betsy o Mary o Penny o Patsy enamoradas de un chico que a ellas les parece
rebosante de personalidad y que no les hace ni caso. Los demás mortales llamamos a ese
chico, simplemente, Mickey Rooney, pero, oye, para gustos, los colores. Él, por
su parte, persigue a chicas llamadas Cynthia o Rosalie o Barbara, más bien
rubias y tirando a pelanduscas; a veces son, incluso, Lana Turner, que también empezó como artista infantil y llegó a tomar helados y batidos en algunas películas antes de los combinados alcohólicos de alta graduación de El cartero siempre llama dos veces (Garnett, 1946).
Así que ahí tenemos
a Judy: en casa de su abuela/detrás de una ventana/en las bambalinas de un
escenario, lamentándose. Hay decenas de escenas que podrían ilustrar esta
etapa, pero yo he escogido una de Armonías de juventud (Strike up the band, Berkeley, 1940), en
la que Garland, como buena proto-solterona, trabaja en una biblioteca. Esta
vinculación, tan fértilmente arraigada en el imaginario popular, entre el fracaso
amoroso femenino y la lectura merece post aparte, a ver si me animo otro día.
Por el momento, aquí tenemos a Judy “Bibliotecaria” Garland, harta de
experiencias vicarias de papel:
¡Compren bonos de guerra en este mismo cine!
El paso del estrellato infantil a
los papeles adultos se ha llevado por delante no pocos nombres célebres. Ahí
están, por ejemplo, Shirley Temple (quien, por cierto, hubiera podido
protagonizar El Mago de Oz; menos mal
que Dios proveyó) o Margaret O’Brien o Marisol o Macaulay Culkin.
El tiempo pone a cada cual en su sitio.
En otras ocasiones,
la transición cuaja en una carrera adulta de éxito; muestra de ello serían las
de Elizabeth Taylor, Natalie Wood, Scarlett Johanson o la propia Garland.
La transformación es paulatina y
resulta difícil decidir en qué película exactamente Judy ha dejado de ser, de
forma definitiva, el patito feo ansioso por abandonar el papel de espectador de
la vida y zambullirse de lleno en ella. He leído por ahí que Little Nellie Kelly (Taurog, 1940) podría
contener los primeros indicios de ese cambio porque muestra el primer beso “de
verdad” de la actriz en pantalla. Puede ser. Sin embargo, para mí algo hace click en la visión de Judy después de For me and my gal. La primera mitad de
la peli sigue el esquema de los musicales con Mickey Rooney, pero sin Mickey Rooney. El amor aparentemente
imposible de Garland, todavía ninguneada e ignorada en el primer vistazo (ese
que no ve las grandezas del alma, sino simplemente las del escote), es aquí
Gene Kelly, hombre de estatura y testosterona no desdeñables, sobre todo si se
le compara con Mickey Rooney. Esta ya no es una pasión adolescente, sino
adulta (bueno, todo lo adulta que puede consentirse dentro de la MGM) y el
cambio de partenaire ayuda a que nos
demos cuenta, con independencia de que el papel de Garland sea, en esencia, el
mismo.
La segunda mitad del metraje
convierte For me and my gal en una
película de propaganda bélica y el tono despreocupado del comienzo sufre un
giro bastante bien llevado que desemboca en drama. Personalmente, y disintiendo
de Augusto Torres (como, por otra parte, suele sucederme), prefiero esta
segunda mitad de la película a la primera. La propaganda nos ha dejado
excelentes películas, y, el que no lo crea, que se eche un vistazo a Casablanca (Curtiz, 1940). O a Los verdugos también mueren (Hangmen
also die, Lang, 1943). O a Pasaje a
Marsella (Passage to Marseille, Curtiz,
1944). En el caso de For me and my gal,
además, nos brinda una muy buena interpretación dramática de Garland y la única
de este tipo que yo le recuerdo a Gene Kelly, al que impresiona no ver
sonriendo (¡sí, podía relajar los
músculos faciales!).
La escena que he escogido
pertenece a la primera parte de la peli, pero hay algo en el peinado y la
corbata de Judy que ya nos hace pensar que, pese a la ligereza supuestamente
improvisada de este baile maravilloso en una cafetería, las cosas se van a
poner serias y tristes.
La venganza bibliotecaria
Loco por las chicas (Girl
crazy, 1943) es la última película de la pareja Rooney-Garland y quizá mi
preferida de las nueve que protagonizaron juntos. Las tornas por fin han
cambiado y ahora es Mickey quien asedia a una Judy que cuenta los admiradores y
las peticiones de matrimonio por arrobas. Muchísimo más delgada (¿flaca, tal
vez?), le da calabazas con acento sureño al niño pijo de ciudad que se propone
conquistarla. ¡Viva la venganza bibliotecaria!
Judy (contra)hecha Gilda
Si uno teclea “Judy Garland” en
Google, posiblemente la función autocompletar
termine sugiriéndonos alegrías tales como “drogas”, “crisis”, “alcoholismo” o “sobredosis”
para rematar la búsqueda. Se ha hablado mucho del potencial dramático de esta
actriz, dentro y fuera de su vida privada, de su nominación al Oscar por Ha
nacido una estrella, de su carácter difícil y su inestabilidad emocional en
los rodajes. Lo que no resulta tan frecuente es encontrar referencias a la
extraordinaria vis cómica de Garland,
y eso que es un punto sobre el que su hija, Liza Minnelli, ha insistido en todas las entrevistas en las que, de forma implacable y machacona, le preguntan por los excesos
de su madre. Personalmente, me parece evidente el gancho de Judy como actriz
cómica desde los tiempos de las películas con Mickey Rooney, y, si no, ojo a
las caras que acompañan a sus réplicas en esta escena de Love finds Andy Hardy (¡tiene 15 años!).
En cualquier caso, hay por lo menos dos cosas que
diferencian a Garland de otras actrices de musical: canta con garra y no cuela como
princesita. Por eso hace payasadas. Y qué bien le quedan. Pruebas:
3. Con pistolas defendiendo los beef-steaks de su restaurante en el salvaje
oeste:
"Se va a escribir un crimen y no tendrás que deducir nada, Angela"
También se viste de dama glamourosa y pletórica de estilo. Se
pone lentejuelas y demuestra que ya no es cierto aquello de “My dad says I
should bother more about my lack of grammar. Huh, the only thing that bothers me is my lack of glamor!” (Love finds Andy Hardy). Puede ser
igual de guapa que las femmes fatales de
la época, pero prefiere reírse de ellas. Por cierto, ¿a quién parodia en este
fragmento de Ziegfield Follies (varios
directores, 1946)? A mí sus ademanes –exagerados aquí, por supuesto- me
recuerdan mucho a los de Rita Hayworth en Gilda
(Vidor, 1946), pero las dos películas son del mismo año, no sé si será
posible. También hay abundantes muestras por la red de lo ridículo que le
parecía el sex appeal basado en la
languidez made in Marlene Dietrich;
¿irán por ahí los tiros? Se admiten apuestas y sugerencias:
“Don’t call me pure
soul; it irritates me!”
Esta es una de mis frases
cinematográficas favoritas; quizá dediquemos un post a otras interesantes algún día si nos da por ahí. "Don't call me pure soul; it irritates me!"; qué corta es y cómo le da la vuelta a todos los
tópicos femeninos del cine en general y del musical en particular. Por lo
demás, la escena, perteneciente a El
pirata, rebosa una carnalidad -desprendida por una Judy tan hipnotizada
como desbocada- que llega a asustar al personaje de Gene Kelly (fijaos bien en
el julepe que le da en el minuto 01:26). ¡La niña recatada de MGM lleva un
volcán caribeño dentro!
O al revés, la niña picaruela de
la MGM (ese muslamen al aire…) guarda un alma de dulzuras en granjas de
Michigan. Por cierto, ¿sabíais que esta era la canción favorita de la reina de
Inglaterra? Mujer de gustos sencillos, por lo que se ve.
Señales del apocalipsis
Para terminar, un cotilleo. Hace
tiempo amenazan con un biopic de
Judy, a quien, en base a que es morena y canta desafinando sólo dos de cada
cuatro notas, interpretaría Anne Hathaway. En fin, si al final lo perpetran, la
veré seguro, pero… las comparaciones son odiosas:
Cuantas
más películas veo de Mitchell Leisen (EEUU, 1898-1972), más me convenzo de que es uno de los
grandes. Bastaría para afirmarlo con Si
no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941) o La vida íntima de Julia Norris (To each his own, 1946), pero hay quien,
como nuestro amigo J.B., le atribuiría el mérito a Billy Wilder, que ejerce de
guionista en la primera, o, -y esto es más personal-, a los encantadores
dientes torcidos de Olivia de Havilland. Bueno, ni el uno ni los otros participan en
Mentira latente (No man of her own, 1950) y, tanto yo misma como, si eso no os
resulta definitivo, El Corte Inglés, la consideramos un “imprescindible”.
Nos gusta más esta colección que a un tonto un lápiz
El
arranque de la peli a mí me recuerda a Rebeca
(Hitchcock, 1940), por la voz femenina en
off y esa cámara que parece flotar oníricamente y que recorre los espacios
para acabar en un flash-back. Por
cierto, qué timbre tan seductor tiene la Stanwyck; eso no os parecerá nuevo.
Ahora bien, creo que es la primera vez en que la veo cambiar el rol de dominatrix por el de atormentada víctima.
Al final, como si alguien hubiera pensado: “Seamos serios… ¡es Barbara!”, saca
la pistola y se le pasa por la cabeza atentar contra el quinto mandamiento,
aunque sólo por celo extremo al tercero (un poco sui generis-mente) y como por lavarse de la impureza de haber
infringido el cuarto. En cualquier caso, si habéis tenido que consultar la
Wikipedia para recordar la numeración de lo recogido en las Tablas de la Ley y
entender lo anterior, os sugiero que tratéis de desquitaros localizando las diferencias
entre la Stanwyck de la primera parte de la peli y la Ingrid “Caralavada” Bergman
de la etapa Rossellini:
¡Barbara con cara de buena!
¡Ingrid con cara de mala!
Otro
punto memorable de Mentira latente
son las escaleras. Reconozco mi debilidad por este elemento del decorado, y,
con ello, me congratulo de mi buen gusto/inestabilidad mental, al coincidir con
Hitchcock, para quien, al parecer, resultaban fascinantes. Hay un catálogo
surtidísimo de escaleras en esta película, en una gama que oscila de lo más
sórdido (las del piso neoyorkino de Lyle Bettger) a lo más burgués (las que
baja Barbara para poner el árbol de Navidad luciendo en brazos a su hijito
bastardo… y no, no me refiero al del Belén, que estos son protestantes y, por
tanto, iconoclastas). Las mejores, sin embargo, son las que sube John Lund para
deshacerse del cadáver de su ¿cuñado? en las vías del tren: varios tramos de
peldaños metálicos y, a contraluz, el apuesto Sigfrido de bigotón teutónico lleva
a cuestas los despojos del nibelungo chantajista, mientras el silbido del ferrocarril
se oye a lo lejos y vemos el humo de la locomotora, señal de que hay que darse
prisa en quitarse el muerto de encima (literalmente). Último tramo de
escaleras, el héroe desaparece entre el humo y lanza el cuerpo, que cae como un
fantoche. Un verdadero ascenso a los infiernos, genial por realización y
fotografía. ¡No os lo perdáis!
Por
cierto, como digresión y para acabar, qué cara más dulce tiene Phyllis Thaxter.
Estos días me la he tropezado también en El
honor del capitán Lex (Springfield
rifle, André DeToth, 1952), ya es casualidad.
En sus comienzos trabajó para
la MGM y, luego dirán de las tiranías de Louis B. Mayer, pero el hecho de que ni
siquiera le hiciera cambiarse lo de Phyllis por otra cosa con más gancho revela
que también él, como la gente del pueblo, tenía su corazoncito. ¿Quién sabe?
Quizá por eso la matan en un tsunami ferroviario a los cinco minutos de
película.
Mentira latente (No man of her own). 1950. Mitchell Leisen (dir.). Barbara Stanwyck, John Lund, Jane Cowl, Phyllis Thaxter, Lyle Bettger (actores).