lunes, 3 de junio de 2013

Jugando a los médicos

Tormenta de ideas. Tema: Suiza.

 
 

En lo que se refiere a El otro amor (The other love, André De Toth, 1947), esta última me parece la referencia primordial. No sólo transcurre en un sanatorio para enfermos pulmonares ubicado en los Alpes, sino que, como en la novela de Mann, el tedio, la rutina, el termómetro bajo la lengua y la  chaise longue rivalizan en importancia con el propio protagonista (en este caso, Barbara Stanwyck). El tiempo y el tempo de la vida se convierten en lo primordial, ya que en la repetición de los actos cotidianos hay una especie de conjuro, en parte médico y en parte supersticioso, con el que intentamos burlar a la muerte.
 
Por eso, la peli empieza pareciendo un melodrama amoroso para, poco a poco, ir acercándose interesantemente al cine de suspense e incluso al de terror y regresar de nuevo al punto de partida. La protagonista, una pianista de renombre internacional, llega a un sanatorio suizo aquejada de una enfermedad pulmonar grave. Su médico allí será David Niven, que la distingue con atenciones que hacen presagiar un enamoramiento inminente. Por difícil que parezca de creer, a Barbara le hace tilín el señor (¿será la escasez de oxígeno?). Difícil encontrar menos química:

¿Niven intentando parecer verraco? 

El sanatorio es como David Niven: aseado, pulcro, aséptico, rutinario y, en definitiva, enigmático en la medida en que puede llegar a serlo el aburrimiento. Sin embargo, también es siniestro en su promiscuidad permanente con la muerte, a la que se procura hacer invisible con metáforas tan sutiles como: “La sra. X se ha ido esta mañana”. Sí, claro. Con el abuelito y aquel pececillo de colores.

El caso es que llega un punto de la película en que las prohibiciones a las que somete el doctor a la pobre Barbara hacen sospechar que se trata de una especie de celoso compulsivo que aprovecha su posición de poder para aislar a su objeto de deseo de todo lo que pueda rivalizar con él: el piano, el tabaco, las fiestas.
 20 años más a cada uno y os haréis una idea de a qué me refiero.
Barbara se agobia, y nosotros con ella. Justo para entonces aparece un tenorio algo chulopiscinas que se dedica al automovilismo y que frecuenta Montecarlo (hola, metáfora de modernidad y desfase hortera). Desconoce la enfermedad de ella, y eso le brinda a la protagonista la oportunidad de olvidarse de todo y jugar al carpe diem con  vestidos caros, alcohol y casinos. ¿No se parece esto a La traviata? Bueno, o a La dama de las camelias, pero yo prefiero la ópera. La cortesana que trata de olvidar en brazos del lujo y el frenesí la angustia por la proximidad de la muerte, las flores como símbolo de la fugacidad de la belleza y la vida (camelias para Dumas, gardenias blancas para De Toth). Por cierto, me encanta esta versión de La traviata de Willy Decker, con la presencia obsesiva del reloj en medio del escenario: 


Al final, por supuesto, triunfa el amor pausado y doméstico de Niven. ¿Qué esperabais? Estamos en 1947, así que sólo cabrían dos posibilidades:
 a)  Muerte de Barbara en medio del lujo sin sentido. Este final condena la pelandusquez.
 b)  Barbara sobrevive junto al médico, que le pone cataplasmas y bolsas calientes.
Incluso pensándolo, resulta difícil saber cuál de los dos es el final feliz.

Para terminar, destaco una escena que me parece magnífica. Es el punto de inflexión de la película: la protagonista descubre que su amiga del sanatorio, a quien habían dado permiso para marcharse, se ha, ejem, ido. Terrorífica la fotografía y la iluminación, que muestra el rostro espantado de Barbara, sobre el que se refleja el cierre de las puertas del ascensor que se lleva el cadáver de su compañera:
 


Y una posdata sobre tísicos. Siempre me ha encantado este cuento de Clarín. ¿Se puede escribir algo más melancólico y hermoso, sin caer en la cursilería? 
 
 
El otro amor (The other love). 1947. André De Toth (dir.). Barbara Stanwyck, David Niven, Richard Conte (actores).